La Revolución Azul a la luz de la Revolución Verde: Tecnología y extractivismo en el Antropoceno

Blue Revolution Through the Lens of the Green Revolution: Technology and Extractivism in the Anthropocene

Micheline Cariño Olvera[1]

Wilson Picado Umaña[2]

 

 


Resumen

La Revolución Verde y la Revolución Azul surgieron en la segunda mitad del siglo XX como estrategias hegemónicas para solucionar el problema del hambre global bajo una perspectiva neomalthusiana y anticomunista. La Revolución Verde promovió la adopción de insumos químicos, la mecanización y el empleo de variedades de cultivo de alta respuesta para aumentar los rendimientos por hectárea. La Revolución Azul refiere al incremento de la producción acuícola mundial, aunque proponemos ampliar este concepto a la sobreexplotación pesquera causada por la tecnificación y la demanda mundial de alimentos. Este artículo compara las narrativas fundacionales, componentes tecnológicos, naturaleza extractivista e impactos de ambas revoluciones en el marco de la Gran Aceleración y el Antropoceno, así como de sus contrapartes críticas, el Capitaloceno y el Necroceno. Está basado en revisión de literatura especializada.

Palabras clave: Revolución Azul; Revolución Verde; Capitaloceno.

 

Abstract

The Green Revolution and the Blue Revolution emerged in the second half of the 20th century as hegemonic strategies to solve the hunger problem in the world with neo-Malthusian and anti-communist perspectives. The Green Revolution promoted the use of fertilizers, mechanization and high-yield varieties to increase agricultural production. The Blue Revolution refers to the expansion of world aquaculture. We propose to extend this concept to overfishing caused by an increase in the technification and global demand of seafood. This article compares the founding narratives, the technological matrix, the extractive nature and the impacts of both revolutions within the so-called Anthropocene, as well as their critical counterparts Capitalocene and Necrocene, in the process known as the Great Acceleration. The research is based on specialized sources and documents from international organizations on agriculture and fisheries.

Keywords: Blue Revolution; Green Revolution; Capitalocene.


 

 

 

 

Introducción

Mucho se ha discutido en las últimas décadas acerca de la Revolución Verde. Este proceso ha sido estudiado desde diferentes perspectivas agronómicas, tecnocientíficas, políticas, económicas y, por supuesto, históricas (Harwood, 2021; Lorek, 2022; Picado, 2022a). Es un fenómeno multifacético y polisémico del cual, a pesar de los ríos de tinta, aún hay mucho por debatir, en especial desde la perspectiva crítica (Shiva, 1991; Patel, 2013; Kumar et al., 2017; Picado, 2022b). La popularidad de ese concepto despintó sobre el ambiente marino y dulceacuícola cuando, en la década de 1970, la FAO acuñó el término “Revolución Azul” para referirse al acelerado incremento de la producción acuícola mundial (Morales, 1978; Vela; Ojeda, 2007). El 37.4% de esa producción es marina y costera, siendo el resto dulceacuícola. Las principales especies marinas que sostienen ese crecimiento son las algas (51%) y los animales (49%), distribuidos en moluscos (53%), peces de aleta (25%) y crustáceos (22%). Asia (especialmente China, India, Indonesia y Vietnam) es líder mundial en esa producción (algas 94.4% y animales 80.2%) (FAO, 2024, p. 23-24). La producción acuícola pasó de seis millones de toneladas (Mt) anuales en 1980, a 11 Mt por año en 1985; tendencias, vale decir, que corresponden con las previsiones hechas por la FAO en 1976 cuando estimaba que la producción se duplicaría en una década (Vela; Ojeda, 2007, p. 122). La dinámica al alza continúa en este milenio. En 2020, la producción acuícola alcanzó 122.6 Mt (FAO, 2022, p. 4) y en 2022 logró el récord histórico de 130.9 Mt, superando por primera vez la pesca de captura estimada en 91Mt (FAO, 2024, p. 13). Tan acelerado crecimiento explica que desde 1970, la producción acuícola sea el sector alimentario de mayor crecimiento en el mundo, aumentando “por término medio el 8.9% al año desde 1970, frente a un crecimiento de solo el 2.8% en los sistemas terrestres de producción de carne” (Vela; Ojeda, 2007, p. 36). Es claro que, por su relativa novedad, este sector tiene aún amplias posibilidades de expansión.

La comparación entre ambas revoluciones no es común a pesar de sus numerosas semejanzas. Se trata de procesos con paralelismos como el énfasis productivista a gran escala, la semejanza discursiva — su retórica en torno al hambre mundial y la seguridad alimentaria —, la condición tecnocientífica, su impacto en el crecimiento económico y las estrategias de control geopolítico legitimadas por el desarrollismo. Vela y Ojeda destacan entre los autores que más atención han dedicado a dicha comparación, centrando en ella uno de los seis capítulos de su libro “Acuicultura: la Revolución Azul” (2022). Para ellos, la Revolución Verde es una guía que muestra el camino a seguir para la Revolución Azul (Vela; Ojeda, 2022, p. 87), particularmente en términos de incremento de la productividad con base en el uso de la tecnología para satisfacer la seguridad alimentaria, generar empleos y beneficios económicos (Vela; Ojeda, 2022, p. 121-123). Otro autor que aborda ambas revoluciones es John Soluri (2011) al yuxtaponer la acuicultura del salmón en Chile al monocultivo bananero centroamericano, con la finalidad de mostrar que ambas son commodities[3] y que el manejo de las enfermedades que afectan su producción es semejante. Sin embargo, tanto estos autores como la FAO, constriñen la Revolución Azul al crecimiento de la acuicultura y a su relevancia para satisfacer la demanda de proteína de la creciente población mundial.

Didier Gascuel, por su parte, equipara ambas revoluciones como promotoras de la desaparición de un mundo antiguo y el nacimiento de un mundo nuevo. Destaca el impacto que tuvo el aumento de la tecnología en la organización del trabajo y en la producción, lo que provocó después de la Segunda Guerra Mundial la disminución del número de campesinos y pescadores al mismo tiempo que aumentó la productividad en la agricultura y la pesca (2019, p. 20-21). En el caso de la pesca esto no implicó una mayor eficiencia, sino más bien lo contrario, como veremos en el primer apartado de este artículo.

Proponemos ampliar el concepto de Revolución Azul a mediados del siglo XX, cuando la pesca a gran escala tuvo un crecimiento exponencial en el planeta. Esta propuesta tiene sentido solo bajo un enfoque crítico y asumiendo que ambas revoluciones son procesos convergentes. Aunque con dinámicas biológicas, ecológicas, sociales y tecnológicas notablemente distintas entre sí, son confluyentes en el plano conceptual (su definición como “revoluciones” productivas) e ideológico (su orientación productiva hacia el mercado y su sello neomalthusiano, afincando la pobreza y el hambre sobre el crecimiento demográfico) y, desde una perspectiva más amplia, en su papel dentro de la reproducción del sistema capitalista (la expansión del capital en la agricultura, la pesca y la acuicultura desde 1950). Las dos revoluciones son parte integral del sector agroalimentario dominante, pero, sobre todo, son manifestaciones del extractivismo que caracterizan al capitalismo contemporáneo y su impacto sobre el Sistema Tierra (Foster, 2022). Para Gudynas (2015, p. 10-14) el extractivismo refiere a un elevado volumen de producción de materias primas sin procesar o con escaso procesamiento, orientado a la exportación y que tiene un severo impacto ambiental, degradando los suelos, y contaminando aguas y cuerpos humanos debido al uso de agrotóxicos, entre otros efectos. Para Alberto Acosta “es un concepto que ayuda a explicar el saqueo, la acumulación, la concentración, la devastación (neo)colonial, así como la evolución del capitalismo moderno e incluso las ideas de desarrollo y subdesarrollo como dos caras de un mismo proceso” (2016, p.C26).

Este artículo considera a las “revoluciones de colores” — así definidas por nosotros — como un binomio de procesos históricos, que forma parte de las transformaciones ambientales asociadas con la Gran Aceleración (Steffen et al., 2007; Steffen et al., 2015). Para ello, comparamos ambas revoluciones dentro del campo semántico del Antropoceno (Ellis, 2022), así como del Capitaloceno y del Necroceno. En el primero de los apartados, centramos la narrativa en torno a la justificación de ambas revoluciones como estrategias para superar el hambre mundial y la desnutrición (1960-2020), así como en el discurso desarrollista y sus instituciones (Ellis, 2022; Steffen et al., 2007). En el segundo apartado, el concepto de Capitaloceno (Moore, 2020; Moore, 2016) nos permite discutir ambos procesos en la evolución del capitalismo en el siglo XX mediante el análisis de sus dinámicas tecnológicas y tecnocientíficas. En el último apartado, siguiendo el concepto de Necroceno (McBrien, 2016), abordamos los impactos bioculturales y la degradación de los ecosistemas provocados por ambas revoluciones, así como la afectación y la resistencia de las sociedades campesinas y pescadoras de pequeña escala.

 

Antropoceno: Naturaleza al servicio de la humanidad capitalista

La sincronía discursiva es un común denominador de las revoluciones de colores. Entendemos esta sincronía como la existencia de puntos de encuentro entre los discursos que las han legitimado a lo largo de los años. Es decir, “cruces de caminos” donde la argumentación que favorece a una revolución se entrelaza con la otra, coincidiendo ideológicamente.

En primer lugar, para estas revoluciones la naturaleza no tiene límites, es un espacio abierto para la expansión productiva a largo plazo. La posibilidad de extracción de la riqueza de nutrientes de la tierra y el mar es considerada infinita, así como perfectible con base en la innovación tecnológica. En la Revolución Verde, desde la década de 1960 las áreas de cultivo y los rendimientos por hectárea en cereales mostraron un notable aumento, acrecentando la producción global (Reynolds; Braun, 2022; Neumann et al., 2010). En la Revolución Azul, con la industrialización de las pesquerías el pico mundial de la pesca se alcanzó en 1996, con 84.4 Mt pescadas (FAO, 2020, p. 6). El crecimiento de la producción acuícola ha sido constante desde 1990: en 2020 ascendió a 122.6 Mt (70 % de la producción pesquera) con un valor total de 281 500 millones de USD (FAO, 2022, p. 4).

No obstante, como señala Didier Gascuel, “en las pesquerías el hombre se topa por primera vez con los límites de la biosfera a una escala global, sobreexplotando uno después de otro todos los océanos del mundo” (2019, p. 56). Daniel Pauly y colaboradores (1998), al observar la tendencia de las capturas mundiales entre 1950 y 1994, advirtieron la insustentabilidad de los modelos de explotación pesquera. En su renombrado artículo Fishing Down Marine Food Webs (1998) explicaron que dicho fenómeno consiste en una gradual transición en los desembarques de longevos peces de fondo, de alto nivel trófico y piscívoros, hacia invertebrados de vida corta y bajo nivel trófico y peces pelágicos planctívoros. Esta transición conduce primero a un aumento de las capturas seguido por un estancamiento o disminución de éstas. Concluían que, de continuar con esa tendencia, era probable que se provocara un colapso de las pesquerías. Para evitarlo, sugerían que la gestión pesquera hiciera “hincapié en la reconstrucción de las poblaciones de peces en redes tróficas funcionales, dentro de zonas marinas protegidas sin capturas” (Pauly et al., 1998, p. 863).

Empresas y gobiernos desoyeron las recomendaciones de los científicos y las pesquerías continuaron con la mayor intensidad que permitían las innovaciones tecnológicas y los ecosistemas marinos. Tras el colapso de emblemáticas pesquerías como la anchoveta en Perú (1972-1973) (Pauly et al., 1998, p. 861) o los arenques en el Mar del Norte (1980) (Gascuel, 2019, p. 70) se pasó de la explotación de especies objetivo hacia la explotación de todos los recursos. En los años noventa, cuando el extractivismo pesquero alcanzó el límite máximo de explotación, no solo de los principales stocks sino también del conjunto productivo del ecosistema, el decaimiento se aceleró y la pesca se desplomó. Las capturas disminuyeron a menos de la mitad en comparación con el pico productivo de 1974 (Gascuel, 2019, p. 72).

En segundo lugar, dicho afán extractivista (económicamente contraintuitivo) tuvo por motor legitimador satisfacer la creciente demanda mundial de alimentos (Cullather, 2010; Brown, 1976). En la Revolución Verde y en la Revolución Azul, el principal elemento del discurso legitimador es la búsqueda de la seguridad alimentaria mundial, en cantidad y en calidad. La FAO ha nombrado a este esfuerzo “hambre cero” (FAO, 2017). Reconoce que es un objetivo perseguido por todas las políticas de Desarrollo desde 1950 y que es central en la agenda 2030. Justifica esta inconclusa labor por diversas razones entre las que destacan los conflictos armados (60% de las personas que padecen hambre en el mundo viven en países en guerra), los fenómenos climáticos extremos (sequías e inundaciones) y la triplicación de la población mundial (FAO, 2017, p. 4). De acuerdo con la FAO, la Revolución Verde “transformó la agricultura global, aunque a un alto precio para el ambiente. Ahora se produce lo suficiente para alimentar a 10 000 millones de personas, pero 815 millones siguen padeciendo hambre” (FAO, 2017, p. 5). La Revolución Azul llegó con el afán de superar el decaimiento de las pesquerías globales mediante el crecimiento meteórico de la acuicultura que, según la FAO, “tiene un gran potencial para alimentar y nutrir a la creciente población mundial, pero su crecimiento debe ser sostenible” (FAO, 2022, p. 4). El consumo de alimentos acuáticos tuvo un incremento promedio per cápita de 9.9 a 20.5 kg entre 1960 y 2019. La FAO prevé que en 2030 ese promedio ascienda a 21.4 kg (FAO, 2022, p. 4).

Sean alimentos de origen terrestre o acuático, su escasez no es un problema de desabasto en términos cuantitativos, que pudiera resolverse incrementando la productividad. Las causas del hambre son inherentes a la dinámica del capitalismo y a su concreción en las políticas económicas globales y nacionales. Como lo advierten Altieri y Toledo, “la seguridad alimentaria mundial podría ser considerada el eslabón más débil de las crisis ecológicas y económicas que afectan al planeta” (2010, p.168). La capacidad o incapacidad de la humanidad para alimentarse depende de una compleja red de factores entre los que destacan los medios de producción (energía, tierra, semillas, agua, costa y mar), pero también el deterioro del clima y de los ecosistemas, la inseguridad, las condiciones laborales y el ingreso, entre otras. En el sistema hegemónico, la disponibilidad y el acceso a todos estos elementos están mediados por la desigualdad y la exclusión.

En la clasificación tripartita de la desigualdad que propone Goran Therborn, el hambre y la malnutrición corresponden a la “vital”, “relacionada con las oportunidades desiguales ante la vida de los organismos humanos, construidas socialmente” (Therborn, 2015, p.58). La desigualdad impera tanto en la producción de alimentos como en su distribución y hasta en su desperdicio. Esto es especialmente acentuado en el Norte global, pero también entre las clases de altos ingresos en el Sur global. The Swedish Institute for Food and Biotechnology (SIK) estimó que en Europa y América del Norte el desperdicio de alimentos oscilaba entre 95 y 115 kg/año, “mientras que en el África subsahariana y en Asia meridional y sudoriental esta cifra representa solo de 6 a 11 kg/año” (FAO, 2012, p.V). El hambre en el mundo y las respuestas que le han dado las revoluciones de colores forman parte de una intrincada red de injusticias socio-ecológicas y no de la capacidad o incapacidad productiva de los sistemas alimentarios.

Una de las razones por las cuales la Revolución Azul no sacia el hambre ni mejora la calidad de la alimentación humana, es que la cuarta parte de la extracción pesquera se destina a la producción de harina de pescado, que se emplea en la fabricación de pienso para ganado y mascotas. También se emplea en la acuicultura, donde dicho insumo representa el principal costo de producción de las empresas que crían peces carnívoros (Barton, 1997, p. 65). La demanda de harina y aceite de pescado en la acuicultura es uno de los principales obstáculos para la reducción del esfuerzo pesquero (Costa-Pierce, 2002). Si bien existe un debate sobre la cantidad que se emplea de ambos componentes en la elaboración de alimento para peces carnívoros y su reducción es uno de los principales objetivos de la biotecnología acuícola, prevalece como un cuello de botella de la acuicultura. Actualmente las granjas de peces consumen el 40% del aceite de pescado mundial y el 31% de las harinas (Vela; Ojeda, 2022, p.128). La acuicultura intensiva de peces carnívoros dista mucho de resolver la sobreexplotación pesquera, más bien la agrava.

La distribución desviada de alimentos también caracterizó a la Revolución Verde. Entre 1961 y 1965, en los países del Sur global cerca de 88% de la cosecha de cereales estaba dirigida a la alimentación humana, mientras que en el Norte global era de 37%. Entre 1975 y 1977, el total de los cereales utilizados para la alimentación animal en los países del Norte global equivalía a un 77% del total de la producción de alimentos que se destinaban para consumo humano en los países del Sur global (FAO, 1980; Picado, 2022b). No debe olvidarse tampoco el efecto del mercado y de la geopolítica en esta dinámica alimentaria. En esas décadas, en el Sur global circulaban grandes flujos de donaciones y ventas de trigo y maíz provenientes de Estados Unidos, los cuales eran usados como herramientas de negociación política (Winders, 2009). Estos flujos alteraron radicalmente los mercados nacionales, haciendo cada vez menos competitivos a los productores locales frente al producto importado, más barato no solo por su condición de donación o de venta a precio blando, sino también porque era producido en una escala industrial y con elevados subsidios. Esta dinámica de comercio injusto contribuyó a agudizar la inseguridad alimentaria.

En tercer lugar, el “espíritu revolucionario” del productivismo agrícola y pesquero está asociado con los avances tecnocientíficos que los impulsan y sostienen. En ambas revoluciones la tecnología es percibida como una panacea (Conway, 1997). Sin la innovación tecnológica, su capacidad productiva hubiera sido inalcanzable, tanto como los márgenes de ganancia obtenidos por las grandes empresas vinculadas con la industria química, mecánica y de semillas, así como para los grandes propietarios. Los efectos colaterales ambientales y sociales de la tecnología empleada son, sin embargo, invisibilizados; de hecho, si se les tomara en cuenta pondrían en tela de juicio su pretensión de prosperidad y numerosos beneficios (Altieri; Toledo, 2010). Entre sus principales impactos vale la pena subrayar el elevado costo energético y su contribución al cambio climático, pero también la degradación de los suelos y el vaciamiento de los mares, así como la contaminación química y de plásticos en suelos, agua y mar. Todo esto explica que, tras unas cuantas décadas, se haya manifestado una tendencia decreciente en los rendimientos en la agricultura y la pesca.

La Revolución Verde fue ofrecida como una muestra del poder de la tecnología para mejorar el mundo. Fue una cornucopia que, sin embargo, terminó convertida en una caja de Pandora, como lo adelantó un experto estadounidense a finales de la década de 1960 (Wharton, 1969). Esto es claro en la agricultura moderna cuya productividad tiende a la baja cada vez que se calcula en función de su costo energético por unidad cosechada, o en relación con la PPN total (Infante; Picado, 2018). El incremento en los rendimientos por hectárea desde el punto de vista energético, ambiental y social es cada vez es más costoso. Muchos suelos se han utilizado bajo una lógica de “agricultura a cielo abierto”, propiciando una minería de nutrientes. Después de años de cultivo estas tierras requieren una mayor aplicación de fertilizantes químicos y otros insumos para mantener niveles económicamente admisibles, pero no ambientalmente aceptables. Esta creciente aplicación de químicos ha contaminado aguas y suelos, así como los cuerpos humanos, impactos que siguen siendo minimizados por la economía dominante y la política de turno. Al lado de esta quimización se desarrollan sistemas laborales basados en la explotación y la precarización de las condiciones de trabajo de mujeres y hombres por lo general inmigrantes, recreando de este modo “agriculturas extractivas de tiempo”, tanto como de suelos.

En la pesca, desde los años noventa, a mayor inversión de capital y de trabajo, se obtienen menores capturas (Pauly et al., 1998) y cada año hay una contracción de la flota pesquera mundial, no solo porque hay menos peces por extraer, sino también como una vana medida para minimizar las consecuencias del exceso de la capacidad de las nuevas flotas de los países del Norte global que aspiran a la sostenibilidad de la pesca (FAO, 2022). A resumidas cuentas, en la pesca el avance tecnológico ha tenido un efecto económica y ecológicamente perverso.

Los impactos socio-ecológicos de la acuicultura son tan diversos como los sistemas de cultivo que involucra. No obstante, el desarrollo tecnológico que sustenta el vertiginoso incremento productivo de la acuicultura es precisamente lo que le confiere ser considerada como “revolucionaria” (Cerda; Meller, 2020, p.7). Si bien el cultivo de especies acuáticas, vegetales y animales existe desde la revolución neolítica en pequeña escala y con métodos tradicionales, la acuicultura contemporánea se distingue por la generación y aplicación de conocimiento científico, la capacidad tecnológica de manejo integral de los ciclos de vida, la diversidad de métodos e infraestructura empleados, su impacto socio-ecológico y la complejidad económica de las empresas involucradas.

Las revoluciones de colores han sido promovidas por instituciones globales (FAO y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, entre otros), regionales y nacionales (ministerios, institutos, centros de investigación, universidades y escuelas especializadas, etc.). Estas entidades emplean un lenguaje “revolucionario” universal (Escobar, 2007; Escobar, 2015) para enfatizar el carácter modernizador, innovador y vanguardista, ensalzando el símbolo del progreso que encarnan estos procesos. Por ello, conceptualmente dichas revoluciones responden a los principios tanto del neomalthusianismo como del desarrollismo (Rist, 2022). En ambos casos, han sido presentadas como la mejor alternativa para superar una serie de problemas inherentes al subdesarrollo como pobreza, hambre, salud y educación, entre otros.

La FAO considera que la Revolución Azul (también llamada “transformación azul”) (2022, p. 6), puede abordar el doble desafío de la seguridad alimentaria y la sostenibilidad ambiental. Dicha transformación consiste en reforzar el papel cada vez mayor que desempeñan la pesca y la acuicultura en el suministro de alimentos, la nutrición y el empleo. Por ejemplo, “a nivel mundial, los alimentos acuáticos proporcionan aproximadamente el 17 % de la proteína de origen animal, [el sector] da empleo a una cifra estimada de 58.5 millones de personas solo en la producción primaria” (FAO, 2022, p. 7).

Las sucesivas modas de la cooperación para el Desarrollo, en especial las dos primeras (1950-1970 y 1970-1980), tuvieron expresiones concretas en las revoluciones de colores y las realimentaron en múltiples aspectos (Peet; Hartwick, 2015). Durante la primera fase, los estados del entonces Tercer Mundo dieron un gran impulso a la construcción de infraestructura mediante créditos de instituciones financieras internacionales (Maldonado, 2017). Buena parte de esta infraestructura fue dedicada al equipamiento para la agricultura y la pesca (en esta primera fase fue distribuido el conocido paquete tecnológico de la Revolución Verde). La Revolución Azul se impulsó con la construcción de grandes puertos para acoger a las flotas pesqueras que algunos países en desarrollo importaron (Martínez; González, 2016). También, se construyeron plantas empacadoras y grandes cámaras frías para facilitar la conservación y la exportación de Mt de pescados y mariscos. En la segunda fase la atención estuvo focalizada sobre las necesidades básicas. La demanda generada por las revoluciones de colores reorientó los sistemas nacionales de ciencia y educación, a la vez que incidió en el campo de la salud pública, promoviendo dietas ricas en proteína, con consumo de pescado (FAO, 2017).

Al alba del siglo XXI fue evidente que las políticas de Desarrollo habían fracasado en su lucha por vencer los azotes del subdesarrollo y los esfuerzos de la comunidad internacional se intensificaron al tiempo que se puntualizaron. La primera versión renovada de los planes desarrollistas fue la formulación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) en el año 2000, y la segunda, enunciada en 2015, fueron los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS). El primero de los ocho ODM fue “Erradicar la pobreza extrema y el hambre”, mientras que los demás objetivos estaban vinculados con mejorar la salud humana y del entorno. Dichos objetivos evidenciaron las contradicciones de las aspiraciones desarrollistas. Aun si las revoluciones de colores suponen ser el mejor instrumento para combatir el hambre, sus impactos socio-ecológicos destrozan la salud humana y los ecosistemas en los que se desenvuelven. La imposibilidad de cumplir los objetivos de Desarrollo planteados por el sistema hegemónico convocó un replanteamiento de metas y aspiraciones, que se reflejan en los 17 ODS. En estos, la acuicultura está llamada a contribuir al cumplimiento de los siguientes ODS: (1) Fin de la pobreza, (2) Hambre cero, (3) Salud y bienestar, (5) Igualdad de género, (6) Agua limpia y saneamiento, (8) Trabajo decente y crecimiento económico, (12) Producción y consumo responsable, (13) Acción por el clima, (14) Vida submarina y (17) Alianza para lograr los objetivos.

 

Capitaloceno: Tecnología y capacidad productiva

La Revolución Verde tuvo como principal objetivo aumentar los rendimientos por hectárea. Esto se logró mediante el cultivo de plantas con una alta respuesta a la aplicación de fertilizantes de origen industrial, densamente sembradas por unidad de superficie. El resultado de esto fue la dependencia de la agricultura moderna a una matriz energética de origen fósil (Fluck, 1992), además de la simplificación de los sistemas de cultivo, lo que favoreció el desarrollo del monocultivo. Este fue un extenso proceso que conoció varias etapas. Entre 1910 y 1920 se desarrollaron los primeros fertilizantes químicos de síntesis (Smil, 2001). A partir de 1920 y, en particular después de la Segunda Guerra Mundial, se generalizó la mecanización de la agricultura (incluyendo uso de aviones), la fertilización química y el uso de agroquímicos en general, así como de variedades de cultivo de alta respuesta (Dalrymple, 1985). Una extensión de este último proceso fue la creación de las variedades transgénicas a partir de la década de 1980 y, en este siglo, las innovaciones vinculadas con la biología sintética (Conway, 1997; Bhardwaj, 2010).

En la Revolución Azul el incremento de rendimientos requiere estudiar por separado la pesca y la acuicultura. En el caso de la primera, por tratarse de la extracción de animales silvestres, ese incremento no pudo ser sostenido en el tiempo. La ralentización del crecimiento mundial de la pesca sucedió primero en el Atlántico Norte (1970), después en el Pacífico hacia finales de 1980 y, desde entonces, se presentó un estancamiento seguido de la disminución mundial de las capturas (Gascuel, 2019, p. 68). El aumento de la producción pesquera mundial y su posterior decaimiento, tienen por causa la tecnificación de las flotas que ocurrió en etapas llamadas por Gascuel “revoluciones industriales” (2019, p. 57-64). La primera sucedió a finales del siglo XIX con las máquinas de vapor impulsadas con carbón. Los primeros motores aparecieron en 1860 y permitieron pescar incluso los días sin viento, yendo más lejos y más hondo. Los avances tecnológicos se aceleraron en la primera mitad del siglo XX. Los arrastreros aumentaron su potencia y perfeccionaron sus métodos, lo que les permitió rastrillar todo tipo de fondo y aumentar los volúmenes de capturas, con el consecuente deterioro del bento. La segunda revolución industrial inició después de la Segunda Guerra Mundial y está vinculada a tres innovaciones mayores: el motor Diesel (que aportó una fuerza de tracción aún mayor que el vapor), los métodos de pesca y las nuevas características de los barcos (uso del acero en cascos, cables y grúas hidráulicas), así como los métodos de tratamiento y congelación a bordo. Las flotas industriales europeas, asiáticas y latinoamericanas se convierten en “fábricas flotantes” que realizan desde la captura (atunes, anchoas, sardinas) hasta el enlatado y congelado. La tercera fase de innovación se llevó a cabo a partir de 1975 y concierne al equipamiento de los barcos con aparatos electrónicos: GPS, sonares, imágenes de satélite, etc. Todos los bancos de peces del mundo fueron afectados y la riqueza de los océanos quedó solo en el recuerdo. Actualmente, 70% de la superficie de los océanos registra una presión anual de pesca superior a los 5 kW por km². En cien años los desembarques pasaron de menos de 10 Mt a 85 Mt en 1990 (Gascuel, 2019, p. 67).

A la par del aumento de la capacidad de innovación, la eficiencia de las flotas pesqueras disminuyó. Aunque esto parezca paradójico, en realidad obedece a la lógica del extractivismo, que solo considera la máxima generación de ganancias al corto plazo sin importar lo que pueda pasar en el mediano o largo plazo. Las innovaciones en la pesca llevaron a construir barcos con mayor potencia y artes de pesca más eficientes, pero, si bien la productividad individual aumentó hasta el límite de los stocks, se manifestó una regresión en la productividad global. Durante la segunda mitad del siglo XX, la innovación redujo el número de barcos entre un 25 y un 30 %, pero multiplicó la presión del esfuerzo pesquero 15 veces (Gascuel, 2019, p. 68).

La producción de peces en estanques es una práctica milenaria, sobre todo en Asia, practicada en combinación con el cultivo de arroz. De hecho, la acuicultura se asemeja más a la agricultura y a la ganadería que a la pesca. Actualmente, incluye peces, moluscos, crustáceos y algas, se realiza con sistemas de innovación basados en el conocimiento científico e implica la existencia de derechos de propiedad de los medios de producción. Sus objetivos más frecuentes son el consumo humano, la generación de empleo e ingresos, la producción de carnada para pesca deportiva y de especies ornamentales, el control de malezas, plagas y enfermedades, y la desalinización y recuperación de suelos agrícolas. Los sistemas acuícolas pueden llevarse a cabo en mar o en agua dulce, desarrollarse en estanques terrestres o en corrales, jaulas y balsas acuáticas. La acuicultura marina contemporánea depende de la innovación de la ciencia y la tecnología, lo que explica su desarrollo desigual en el mundo, su vinculación con la inversión de capital, y su orientación hacia el sector privado, dejando en segundo plano la transferencia tecnológica con fines sociales.

La cría y el manejo comercial de organismos acuáticos se realiza con base en tres modalidades principales: captura-encierro, cultivo extensivo y diversos formatos de cultivo intensivo; estas modalidades no son excluyentes entre sí (Monteforte; Cariño, 2021). Los cultivos extensivos utilizan tecnologías poco sofisticadas, emplean alimentos naturales, usan una baja proporción de insumos por unidad de producto, y controlan solo una parte del ciclo de vida. Los sistemas intensivos requieren infraestructura, tecnología y gestión sofisticadas, así como fuertes inversiones. Tienden a buscar el control de todos los ciclos de vida y tienen alimentación mejorada con fertilizantes orgánicos, inorgánicos y suplementos alimenticios. Necesitan tratamientos profilácticos con productos químicos para mantener el buen estado sanitario y logran una producción mayor por unidad productiva o de explotación (Fernández Díaz, 2021).

En la acuicultura contemporánea las modalidades de captura-encierro y el cultivo extensivo, requieren menor innovación tecnológica que el cultivo intensivo. A escala comercial, el éxito de ambas modalidades se sustenta en el desarrollo del conocimiento científico, especialmente en relación a la comprensión de los ciclos biológicos de las especies y de las características de los ecosistemas donde se practican. El cultivo intensivo inició con la tecnología de laboratorio y generalmente practica el monocultivo (camarón, ostión, peces comestibles y ornamentales) (Monteforte; Cariño, 2021).

Las revoluciones de colores fueron impulsadas por la investigación científica y la innovación tecnológica. En el caso de la Revolución Verde, el conocimiento científico puesto al servicio del monocultivo, movilizó al sistema científico global. Se promovió el establecimiento de carreras universitarias y formaciones técnicas, universidades especializadas e institutos o centros de investigación enfocados a la formación de personal altamente calificado en las ciencias agropecuarias, que suplieran la demanda que tanto la industria como estos mismos establecimientos generaron de forma creciente a partir de 1970 (Curry, 2016; Cuvi, 2020; Kloppennburg, 2004). El desarrollo de universidades, institutos y carreras profesionales, en pesca tanto como en acuicultura para impulsar la Revolución Azul, puede dividirse en dos periodos. Durante el primero, de 1950 a 1970, se consolidó el andamiaje para el desarrollo científico tecnológico, así como las primeras experiencias en el sector productivo de la pesca industrial y la acuicultura a gran escala. En el segundo, de 1980 a la actualidad, la maricultura comercial se desprende de la pesca y la socialización del conocimiento se hace por medios electrónicos (Monteforte; Cariño, 2021, p. 194). Su consecuencia ha sido la mercantilización del conocimiento mediante la transferencia de paquetes tecnológicos a las empresas que pueden pagar su elevado costo, así como a través del rol de los expertos que realizan acciones de extensionismo en el marco de sus carreras profesionales o como empleados de instituciones gubernamentales.

El Estado, al cofinanciar la investigación científica y la innovación tecnológica, apoyó a las grandes empresas agroindustriales, pesqueras y acuícolas, pero también incidió en las organizaciones del sector social que aprendieron a ponerse al servicio del capital siguiendo el papel modernizador del estado neoliberal. En busca del Desarrollo, los estados de los países desarrollados tanto como de los emergentes, se convirtieron en entusiastas promotores de las revoluciones de colores. La acelerada y continua industrialización y tecnificación, sustentadas en el progreso científico, fueron percibidas como ideológicamente “neutras” y socialmente benefactoras. Esto ocultó su naturaleza eminentemente capitalista, generadora de ganancias, que además de ser acumuladas en unas cuantas empresas, tuvieron un elevado impacto socio-ecológico.

 

Necroceno: Impactos socioecológicos y bioculturales

Joseph A. Schumpeter consideraba a la “destrucción creadora” como la esencia del capitalismo (Schumpeter, 2003, p. 83; Morro, 2019). Según este, era una fuerza creadora de innovación científica y tecnológica, propulsora del crecimiento económico y del progreso humano desde el siglo XVIII (Morro, 2019; Reinert; Reinert, 2010). Esta es una concepción vigente y central del capitalismo, portadora de un sentido unívoco, una suerte de visión de túnel que solo ve el punto de luz al fondo y mantiene en la oscuridad toda la visión periférica. Sin embargo, desde el punto de vista del impacto ambiental del capitalismo esta noción admite una lectura inversa y crítica, la de “creación destructora” (Picado; Cariño, 2023). Las revoluciones de colores tienen todas esas características: su acelerado avance se ha acompañado de una severa extinción biológica y cultural, así como de una evidente contaminación de los ecosistemas terrestres y marinos en donde se han implantado. Estas revoluciones atentan contra la vida, por lo tanto, son protagonistas del Necroceno (McBrien, 2016). También lo son del “toxiconoceno” porque contaminan los ecosistemas y los tornan en ambientes tóxicos (Wright, 1990; de Bem Lignani, 2022; Picado; Urquijo; Méndez, 2024).

Las revoluciones de colores han contribuido considerablemente a la degradación ecosistémica, en la tierra y en el mar, provocando la extinción de cuantiosas especies silvestres (desde insectos hasta ballenas), el agotamiento local de stocks y picos de extracción de las principales pesquerías (anchoas y bacalao), y la desaparición de variedades locales de cultivos (maíces y frutales). Además de esto, han propiciado la degradación de suelos, zonas marinas y costeras eutrofizadas, y la destrucción de ecosistemas críticos para la reproducción de la biodiversidad como selvas, manglares y el bento.

La Revolución Verde favoreció la simplificación de agroecosistemas (González de Molina; Toledo, 2014), lo que tuvo múltiples implicaciones bioculturales. Por una parte, supuso la ruptura del policultivo y su complejo juego de interacciones ecológicas y sociales. De una plantación en la que coexistían decenas de plantas distintas, con portes, características y usos diferentes, se pasó a espacios donde imperaban unas pocas especies, cuando no solo una. El paisaje rural como arquitectura ecológica pero también como realidad biocultural, perdió diversidad. Por otra parte, muchas de aquellas especies del policultivo tenían doble funcionalidad: como “producto”, eventualmente comercializable, y como materia para la alimentación familiar y de los hatos, e incluso como fuente energética (ej. la leña). Además, los árboles, ayudaban a fijar biomasa en los suelos y a mantener la circulación de nutrientes dentro del agroecosistema. Había una estrecha relación entre la lógica del policultivo y las dietas familiares: mucha de la proteína que consumían las familias era obtenida de la misma plantación. De las musáceas se extraían frutas para el consumo familiar, para el engorde del ganado porcino, para los embalajes de los alimentos y otros productos presentes en las casas de habitación. Pocas veces se resalta la complejidad de este sistema desde el punto de vista cognitivo: era una realidad agroecosistémica que integraba diversas variables y componentes. Era, por tanto, una realidad que funcionaba gracias al manejo de un sistema de conocimientos locales probados durante décadas y siglos de adaptación. La narrativa desarrollista, obsesionada con la productividad, menospreció este marco de relaciones y saberes, y las destruyó mediante la presión del cambio tecnológico y del mercado. 

En la pesca, la Revolución Azul es un ejemplo paradigmático de la creación destructora. La inversión de capital dirigida a la innovación tecnológica y al incremento de los medios de producción permitió la modernización de las flotas industriales para aumentar al máximo posible la producción total. Sin embargo, este incremento tuvo un límite natural que aconteció en distintos momentos durante las últimas décadas del siglo XX en los océanos del mundo. Actualmente se pesca tanto como en 1980, aunque la potencia en kW se ha prácticamente duplicado en comparación con lo que se empleaba entonces (Gascuel, 2019, p. 69).

La sobreexplotación pesquera ha tenido severos impactos socio-ecológicos. Provocó ecosistemas fragilizados más sensibles a enfermedades, invasiones biológicas, eutrofización y una menor resiliencia a cualquier perturbación, como el calentamiento y la acidificación de los océanos. La reducción global de la productividad del océano ha generado fluctuaciones en la abundancia de poblaciones, provocando la inestabilidad de las cadenas tróficas (Pauly et al., 1998). Algunas medidas se han tomado en Europa, pero en Asia el incremento de la presión pesquera continúa. La degradación no afecta a todas las especies de manera homogénea, es mucho más severa en los peces de fondo, que son las especies objetivo de las redes de arrastre. La pesca como actividad económica y como identidad cultural tiende a desaparecer. El número de pescadores y las flotas pesqueras han disminuido drásticamente. Debido a la diminución de la mayoría de los stocks, la pesca ha dejado de ser una actividad rentable, pero también está dejando de ser una forma de vida (FAO, 2022).

Mediados por la presión del capital y el poder político, desde los años cincuenta una gran diversidad de actores ha contribuido a la devastación de los ecosistemas marinos en el afán de incrementar la producción de alimentos. La acuicultura entró en escena unas décadas después, pero con consecuencias no menos devastadoras. No es de extrañar que, como afirma Didier Gascuel,

en el mar, más fuerte y más pronto que en otra parte, el hombre se topó con los límites de la biosfera. Los pescadores fueron el brazo armado, pero los responsables fueron los profesionales y los políticos, obedeciendo a sus mandatarios, tomaron medidas insuficientes e ineficientes, o francamente contra productivas. Los científicos reaccionaron tarde. Los consumidores demandaron cada vez más pescado y cada vez a menor precio. Todos fueron por lo menos cómplices si no partícipes (2019, p. 22).

 

El paradigma biocultural sostiene que la pérdida de diversidad biológica va acompañada de la disminución de la diversidad cultural y viceversa (Toledo; Barrera-Bassols, 2008). Ciertamente, el impacto ecosistémico que han tenido las revoluciones de colores también se manifiesta en la pérdida de sistemas productivos de comunidades campesinas y de pescadores ribereños. Los sistemas productivos tradicionales tienen rasgos casi antagónicos a los de dichas revoluciones: se caracterizan por la pequeña escala, la diversidad productiva, el uso intensivo de la mano de obra y una baja mecanización, así como por su orientación al autoconsumo y a los mercados locales. Es entonces fácil comprender que la simplificación de los agroecosistemas, la reducción de la productividad de los océanos y la destrucción de hábitats marinos, atentan contra los territorios y maritorios de las sociedades campesinas y pescadoras. Espacios productivos que antaño fueron bienes comunes, a causa de las revoluciones de colores son sustituidos por propiedades privadas y/o concesiones a grandes empresas, lo que transforma radicalmente las relaciones sociedad/naturaleza. Su condición (y percepción) pasa de ser la fuente dadora de sustento e identidad, a representar una mercancía (González de Molina; Toledo, 2014).

La apropiación territorial de espacios marinos y terrestres es otro fenómeno comparable entre ambas revoluciones. En la agricultura, esto se ha distinguido por la concentración de la tierra en grandes propiedades, bajo la lógica del agronegocio. La Revolución Verde favoreció la tecnificación de los grandes y medianos productores y, en casos específicos como el trigo y el arroz (dos de los cultivos donde mayor impacto tuvo a nivel global) fue claramente beneficiosa para las propiedades más extensas. En estos casos en particular, la Revolución Verde llevó al capital a una expansión al límite sobre la tierra cultivada. Permitió el desarrollo de economías de escala, incorporando tecnología mecánica y biológica para alcanzar mayores rendimientos y crecientes volúmenes de producción. Todo esto, integrado en cadenas verticales de escala nacional e internacional. En este sentido, más que como un simple proceso destinado al aumento de la producción de alimentos, la Revolución Verde puede ser reinterpretada como la formación de una cadena agroindustrial de escala global, con forma piramidal, en la que la industria química y biológica, así como las grandes empresas comercializadoras de cereales, dominan la parte alta. Para todo esto, el capital proveniente de la banca privada y pública ha sido decisivo. Los bancos jugaron un papel destacado al financiar la inversión de agricultores con recursos económicos, capaces de asumir altas deudas y de alcanzar retornos seguros en el corto plazo. Y, si acaso la naturaleza afectaba la producción mediante el impacto de sequías o de lluvias excesivas, entre otros, el Estado hacía su parte a través de la concesión de préstamos blandos, de subsidios y de otros tipos de ayudas. Un arrozal o una gran extensión de trigo asemejaba una tierra cultivada bajo un domo de protección del capital y del Estado.

En la Revolución Azul, la apropiación de espacios marinos para la pesca ha ocurrido mediante diversas regulaciones y asimetrías. Por ejemplo, la Zona Económica Exclusiva otorga a los Estados la prioridad de su explotación pero, cuando algún país del Sur global carece de medios para ello, las flotas internacionales pueden pescar a gran escala mediando módicos pagos por la concesión de ese derecho. Haciendo un símil al concepto usado para el medio terrestre, a este proceso se le llama acaparamiento de los océanos (Transnational Institute, 2014). Sucede cuando las grandes empresas, mediante presión económica, y los Estados, con políticas y leyes, ejercen su poder para reconfigurar los regímenes de derechos y los modelos de producción pesquera. Así, los pescadores en pequeña escala pierden control sobre los recursos de los que dependen para vivir, que sujetos a la sobreexplotación de la pesca industrial son drásticamente degradados. Este despojo se realiza a través de mecanismos como la

gobernanza (inter)nacional de la pesca y las políticas de comercio e inversión, áreas de conservación terrestres, costeras y marinas vedadas a la pesca, el (eco)turismo, políticas energéticas, especulación financiera y actividades en expansión de la industria alimentaria y pesquera global, entre las cuales estaría la acuicultura en gran escala (Transnational Institute, 2014, p. 4).

 

El despojo de los pescadores de pequeña escala se legaliza con la modificación de los derechos de pesca que asignan cuotas de captura a compañías pesqueras integradas al mercado global, sin importar las formas mediante las cuales se accedía tradicionalmente a esos recursos. También sucede a través de un fenómeno de cercamiento de las playas (a través del establecimiento de hoteles de lujo y zonas residenciales) y de cerramiento de los océanos (con Áreas Marinas Protegidas) (Valiente, 2020).

El acaparamiento de los océanos también es provocado por la acuicultura a gran escala. Los mecanismos de despojo son semejantes a los mencionados para las compañías pesqueras, pero además de las costas y océanos se expande a los medios terrestres y dulceacuícolas; todos ellos recursos vitales para las comunidades rurales con modos de vida tradicionales. So pretexto del Desarrollo, la generación de empleo y el incremento de la producción de alimentos, las grandes empresas acuícolas obtienen concesiones de los Estados para establecerse en los territorios de esas comunidades; como en el caso del salmón en Chile (Øvretveit, 2023). Los daños socio-ecológicos generados implican una elevada degradación ambiental en ecosistemas de vital importancia como manglares y lagunas costeras, pero también afectan el tejido social de las comunidades despojadas de sus medios de vida (Transnational Institute, 2014).

La desvalorización del conocimiento ecológico tradicional (Farr et al., 2018), y en algunos casos la guerra que se ha librado en su contra, ha provocado la extinción de saberes y de especies. La pérdida de territorios y maritorios provocada por el acaparamiento de tierras y océanos obliga a las comunidades campesinas y pescadoras a abandonar sus lugares de origen y migrar hacia las zonas urbanas o buscar empleos poco calificados y mal remunerados en la agroindustria o en la pesca y la acuicultura industriales. La pérdida del conocimiento ecológico local de los pescadores ribereños tiene graves consecuencias, no solo por su intrínseco valor cultural, sino también por la utilidad que este puede tener para enriquecer los procesos de gestión, manejo y conservación de los recursos marino-pesqueros, como lo han demostrado numerosos etnobiólogos (Domínguez, 2020, p. 10). Asimismo, la desaparición de los saberes de los acuicultores tradicionales implica la pérdida de una sabiduría milenaria para la producción de forma autónoma y ecológicamente sustentable de alimentos sanos y variados. Cuando estos conocimientos han sido valorados e incluidos en el diseño de procesos de manejo, se ha logrado no solo sostener la producción de mariscos, sino que ha sido posible recuperar ecosistemas costeros. En este sentido, un caso ejemplar son las rías baixas de Galicia, donde las y los marisqueros aprovecharon en sus prácticas el exceso de nutrientes que recibe el medio marino por el incremento de las actividades productivas. Mediante el cultivo intensivo de mejillones lograron una retroalimentación positiva sosteniendo una cantidad adecuada de organismos filtradores en el sistema, evitando así la contaminación que en otros casos provoca “zonas muertas” (Sáenz-Arroyo, 2022, p. 95).

 

Conclusiones

El Antropoceno emplaza históricamente en una misma época, y en un mismo contexto global, a la Revolución Azul y a la Revolución Verde. Juntas forman una gran convergencia extractivista, distintiva de la Gran Aceleración, en la cual la intención más compasiva y justa, erradicar el hambre en el mundo, entra en el vórtice de la realidad capitalista para generar el efecto contrario, y no solo en la inmediatez, sino en el mediano y largo plazo. Las consecuencias de la devastación de los ecosistemas terrestres y marinos, así como su “comodificación”, aunadas a la erradicación de los saberes de producción agroecológica y de diversidad alimentaria de las sociedades tradicionales (campesinas, pescadoras y acuicultoras), cancelan la base material (biodiversidad) e inmaterial (cultura) de las alternativas a futuro que realmente podrían solucionar tan ignominioso flagelo.

El Capitaloceno sitúa a las revoluciones de colores bajo una dinámica biopolítica ampliada. La idea de la “creación destructora” puede ayudar a entender la naturaleza de la tecnología de ambas revoluciones y su impacto más que ecológico, más que social, de extinción. De ahí que sea también indispensable el debate sobre el impacto de estas revoluciones en el contexto del Necroceno, develando y evidenciando sus componentes destructivos. La identificación de los “puntos convergentes” entre la Revolución Verde y la Revolución Azul potencia su consideración como un proceso binomial, lo que redunda en una comprensión más profunda y compleja de sus costos ecológicos y sociales, invisibilizados por la narrativa dominante. Estudiarlas desde una perspectiva comparada ilumina aspectos que, al ser analizados de forma independiente, son menos distinguibles y sus consecuencias parecen menos severas. El estudio convergente de ambas revoluciones acentúa su interconexión en el Sistema Mundo y destaca la gravedad de sus consecuencias en una escala planetaria y de largo plazo.

La narrativa del Antropoceno pareciera asemejarse a la condición de oxímoron del Desarrollo Sustentable: un concepto centrado en nuestra especie que presenta como inexorable una realidad que la condena a su propia extinción. A pesar de ello, la naturaleza extractiva de la Revolución Verde y de la Revolución Azul puede ser superada mediante transiciones socio-ecológicas de escala local y cuya producción conduzca a la soberanía alimentaria. Buenos ejemplos de esto lo representan el movimiento agroecológico (González de Molina et al., 2021), así como la propuesta de la pesca ecología (Gascuel, 2023) y de acuicultura sustentable (Costa-Pierce, 2002), entre otros. Este tipo de procesos antagónicos aportan esperanza y dan sentido a las luchas y propuestas que buscan superar el sistema hegemónico, al tiempo que complementan el análisis crítico de las revoluciones de colores. Demuestran cómo es posible pasar de modelos que ponen en riesgo la biodiversidad y nuestra propia sobrevivencia futura como especie (y la de las demás especies del planeta), a otros mundos posibles que valoran la vida sobre el capital y a la diversidad biocultural sobre el mercado.

 

 

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Recebido em 24/10/2024.

Aceito em 10/12/2024.



[1]Doctora en Historia (EHESS-Paris), Profesora Investigadora del Departamento de Humanidades, Universidad Autónoma de Baja California Sur. Mexico. E-mail: m.carino@uabcs.mx| https://orcid.org/0000-0003-2627-9508

[2]Doctor en Historia (Universidad de Santiago de Compostela, España), Profesor de la Escuela de Historia de la Universidad Nacional. Costa Rica. E-mail: wilson.picado.umana@una.cr| https://orcid.org/0000-0003-3882-1843

[3] En principio, “commodities” son materias primas sin diferenciación en el mercado, o mejor dicho, productos de origen natural que el mercado simplifica y desarraiga para usarlos como insumos en diferentes procesos productivos y de consumo a nivel global. Desde una perspectiva de ecología política, las “commodities” son parte del establecimiento de un “nuevo orden económico y político, sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo, demandados cada vez más por los países centrales y las potencias emergentes” (Svampa, 2012, p. 16).